Las elecciones europeas celebradas el 25-M pueden tener
infinitas lecturas al gusto del que las interprete. En este momento no deseo hacer
cábalas sobre este particular, prefiero centrarme en el grado de credibilidad
que han obtenido las encuestas publicadas durante el proceso electoral ahora
finiquitado.
Parece más que evidente que las alabanzas a los supuestos
sesudos sondeos del CIS y de otras grandes empresas demoscópicas debían formar
parte de una estrategia diseñada para manipular a la opinión pública, ya que,
por el contrario, no se entiende la falta de precisión de los diagnósticos
realizados.
De todas las encuestas estudiadas durante estos días, tan
sólo una, la de Sondea Investigación Social, daba en el clavo pronosticando que
no subiría la abstención y resaltando que la suma de PP y PSOE podría llegar a
perder el veinte por ciento de su actual fuerza electoral y que veinte de los
cincuenta y cuatro escaños que corresponden a nuestro país en el Parlamento
Europeo estarían repartidos en más de media docena de formaciones diferentes a
las dos hegemónicas.
Unos vaticinios, y no es cuestión de ponerse medallas, que
este humilde analista resaltaba el pasado 14 de mayo en su habitual artículo de
En Clave Menor, titulado Algo se Mueve. Pero aquí no está el meollo de la
cuestión, sino en plantearse de qué forma los aparatos de los grandes partidos,
pero sobre todo, las corporaciones empresariales, son capaces de participar en
la cocina de las encuestas a favor de sus intereses particulares.
Creo que esta reflexión debe ser tenida en cuenta en el
momento que se evidencia que la política en España acaba de iniciar un nuevo
rumbo y que no será circunstancial, ya que los ciudadanos son cada día más
conscientes de la fuerza de su voto y de su capacidad para participar en la
configuración del destino colectivo.
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